Sibarita en crisis

Hace poco, caí en una profunda crisis. "No conozco ningún bar de por aquí", me dijo el culpable, refiriéndose a su lugar de trabajo. "Prefiero coger el coche a entrar en un guarro". El cometario me hizo pensar. A mí, que soy sibarita -o debería serlo, ya que escribo de gastronomía-, las cañas que se sirven al lado de mi oficina me saben a gloria. Disfruto lo mismo descubriendo cualquier plato de Mario Sandoval o de Dani García que con las patatas bravas de ese bar de mi barrio.

Para mí, el caviar del Mar Caspio y los huevos fritos con puntillas empatan como manjares. Y estoy convencida de que mi madre y mi abuela, a partes iguales, son las mejores cocineras del mundo. ¿Qué clase de amante de lo selecto se supone que soy? ...y otro: un huevo frito con puntilla y patatas. Afortunadamente, el desasosiego duró poco. Coincidí con un importante experto en gastronomía en Príncipe de Viana, uno de los restaurantes imprescindibles de Madrid. Y me explicó que en esto del comer bien hay varias reglas sagradas y tácitas. Una de ellas dice que lo que le guste al comensal va a misa. No importa si se pide un albariño con un chuletón. Es lo que le gusta y punto. Otra se fija en la importancia que se le concede a los platos de toda la vida.

Lo tradicional está volviendo con fuerza a los fogones, y no sólo porque permita ahorrar costes a un restaurador. La tercera de estas normas pasa por un profundo respeto a lo que se cocina en cada hogar. "Claudia Schiffer está muy bien, pero a mí la que me gusta de verdad es mi mujer", sentenció el experto. Así que no tenga ningún reparo en hablar de ese restaurante pequeño y modesto donde, para usted, sirven el mejor cocido. O en asegurar que las cañas mejor tiradas son las de ese bar de su barrio. Seguirá siendo tan sibarita como el que más.