Rebelde con causa

Admito mi hartazgo del papel de “malos de la película” asignado permanentemente a los permabears, antikeynesianos, antisistema, y un sinfín de cariñosas expresiones con que se nos caricaturiza a los economistas austríacos.

Sin perjuicio de reconocer que Paul Krugman suele indigestarme algún ágape cada mes, por no contar los dolores de cabeza que me ha provocado Bernanke, lo cierto es que  no soy antikeynesiano radical. Admiro sinceramente a algún postkeynesiano, como Minsky. Eso sí, de los enemigos irreconciliables, me quedo con Hayek antes que con Keynes.

Pero Keynes aportó intuición e inteligencia a la teoría económica neoclásica, adaptándola al mundo real del que estaba alejadísima. Y nos proporcionó un vademécum económico del uso y conveniencia del ibuprofeno (política monetaria) y el paracetamol (política fiscal) en la economía. Estoy contento de que existan ambos fármacos, que he usado, con mesura, cuando convenía. E igualmente contento, de contar con herramientas de política monetaria y fiscal, cuando menos para no hacer las cosas al revés, como reducir la oferta monetaria en los tiempos de la gran depresión.

Algunos nacen con estrella, y otros nacen estrellados, como el rebelde paradigmático (este sin causa). Pobre James Dean. ¡Con lo guapo que era! En cambio para Keynes, la suerte fue su aliada. Su éxito habría sido mucho menor si no hubiese sido contemporáneo del nacimiento del club de los banqueros centrales de occidente. Y qué suerte, que pocas décadas después de su muerte, se produjese el desmontaje del patrón oro en Bretton Woods. Lo primero le aseguró “brujos” que cuidasen de los brebajes sugeridos. Lo segundo, posibilitó que los balances de los bancos centrales pasasen a tener una consistencia al tacto parecida a un combinado entre el chicle, y el queso gruyere.

A ver si los rebeldes con causa tenemos más suerte que James Dean. No caemos bien cuando acusamos a la ciencia económica, a los bancos centrales, al ignorante establishment político, y al interesado lobby empresarial, de “rancio keynesianismo”. Lo que hemos hecho con las recetas keynesianas, es como si, descubierto el ibuprofeno, hubiésemos cerrado los quirófanos del hospital y los hubiésemos mantenido así, un cuarto de siglo largo. El resultado sanitario no habría sido el deseado. Y el ibuprofeno no tiene la culpa.

Son los aprendices de brujo, que lo recetan sin cesar, los responsables del desaguisado. Nadie (salvo los estigmatizados austríacos) ha vuelto a estudiar el lado de la oferta. En cambio todo el mundo parece saber recetar ibuprofeno y paracetamol. Se usan para todo: tumores, virus, bacterias… Hasta los líderes políticos, que no saben una palabra de economía, pontifican sobre la política monetaria que debe implementar el politburó del BCE.

El síndrome de los políticos es conocido, y tiene protocolo médico reglado. Es una alucinación muy típica. Cuando tu único instrumento es un martillo, todo lo que ves te parecen clavos. Como dijo Azaña, si hablásemos sólo de lo que sabemos, se generaría un inmenso silencio, que podríamos aprovechar para el estudio. Ojalá.

Sugería Eleanor Roosevelt,  que grandeza es hacer las cosas que creemos que no podemos hacer. Y arreglar el sistema económico no es tan difícil.  Lo grave es que tenemos un problema político-social. La sociedad tiene que entender el problema, y asumir que los procesos quirúrgicos tienen riesgo para la vida del paciente, y llevan un tiempo. Particularmente cuando los quirófanos llevan cerrados un cuarto de siglo, y se acumulan los temas estructurales pendientes, que se han ido tratando con analgésicos, a menudo, tópicos.

Problemas serios, de fondo, tenemos dos. El problema de la deuda acumulada, y el problema de la capacitación y orientación de la fuerza de trabajo hacia la nueva economía. Son tratables. Tenemos a cambio alguna ventaja de partida: disponemos de una infraestructura productiva moderna, y muy infrautilizada.  La orgía de inversión para atender la demanda agregada, ha estado desorientada, pero hay que sacarle provecho. Cierto es que sobran algunos aeropuertos, y unos centenares de polideportivos municipales insostenibles. Pero ya los reconvertiremos.

El trabajo que hay que hacer no es ampliar o cambiar significativamente la estructura física productiva instalada, que es más que aceptable con pequeños ajustes, sino el entramado institucional que Michael Pettis denomina “capital social del sistema”. Ese "capital social" es el conjunto de estructuras institucionales que permiten, incentivan, y protegen, el uso eficiente de los recursos económicos del sistema.

Y además tenemos por delante la perspectiva de una energía estable y barata, alejada del cuello de botella de la OPEC. Con la solar en "grid parity", solo queda abaratar el coste del almacenamiento, para darles insomnio a los accionistas de las eléctricas. Algunos estudios cifran el nuevo coste por kilovatio de almacenamiento en casi la mitad del actual, en solo tres años. Cierto es que hemos de vigilar el agua, sobre todo el agua agrícola, afectada por el cambio climático evidente, pero en conjunto tenemos elementos para sobrevivir el reto.

Los detalles, y los intereses creados, son el problemaPara eliminar deuda impagable hay que hacer apuntes contables dolorosos: quién, cómo y cuándo se asume el dolor, y cuánto dolor (quita) se asume? Además, hay que reducirla garantizando que sigan funcionando los cajeros automáticos, y eso no es fácil hoy. 

Reenfocar el sistema educativo es cambiar la página a toda la población, que pretende que todos sus hijos sean licenciados universitarios. Mejorar los conocimientos de la población no es darles a todos el título de economista. Ya nos sobran economistas discapacitados.

Arreglados los dos problemas precedentes, cambiar el aparato institucional es políticamente tarea de titanes. Los intereses creados agotan a cualquiera antes de empezar. Algunos cambios son enormes en su concepto. Aunque no requieren nada físico. Por ejemplo, el trabajo debe dejar de ser un "hecho imponible". Y hay que encontrar un patrón, sustitutivo del patrón oro, que ancle los balances de los bancos centrales, ajustando además, el multiplicador bancario. No podemos volver a tropezar con la misma piedra.

Muy bonito: pero queremos de verdad arreglar las cosas?  Asume la sociedad las pérdidas que ya se han producido, y que hay que sanear (dotando deuda)? Asume que todos sus hijos no serán arquitectos? Asume que hay que estudiar y saber mucho más para la nueva economía, donde lo siguiente que desaparece con la robotización son los camareros? Asume que no podemos gastar más de lo que generamos? Asume que las pensiones de hoy, y el estado de bienestar actual, son insostenibles, salvo un milagro bíblico (tipo los panes y los peces)?

El problema somos nosotros mismos. El enemigo está dentro. El rancio keynesianismo, y los brujos de los politburós de los bancos centrales que lo administran, para mantener vivo el modelo, solo compran tiempo. Si no somos capaces de ponernos de acuerdo, tal vez sea lo mejor. Pero es triste dejar este legado a nuestros hijos. A mí, se me cae la cara de vergüenza.

En los días malos, la grandeza que pide Roosevelt me parece imposible, y aparece, majestuoso, el consejo de Ortega y Gasset: “el esfuerzo inútil, conduce a la melancolía”. Leer versión completa de este artículo.

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