El dolor en España

El dolor en España

(Publicado en Inarticulados, octubre de 2012)

España, como nación, sufre, al igual que también sufren quienes se hallan ligados al aparato estatal de forma permanente, como ciudadanos, o de modo mas leve, como simples transeúntes.

¿Cuál es el termómetro que nos permite conocer el estado de salud del «enfermo»? El débil pulso se puede intuir observando que el gasto público se ha desbocado en relación con los ingresos (11,2 por ciento de déficit en 2009), el imparable aumento de la deuda pública, y, especialmente, si somos capaces de aprehender el demoledor dato de que la tasa de desempleo es de casi el 25 por ciento, duplicando ampliamente la media europea, con especial castigo para los segmentos de población más joven.

Por si fuera poco, ahora también sabemos que la prima de riesgo ha estado durante varias semanas por encima de los 600 puntos básicos, lo que muestra una fiebre muy alta y denota el elevado coste del endeudamiento público, lo cual, hasta fecha reciente, era poco significativo, o no era significativo en absoluto, para amplias capas de la población, no peritas en temas financieros y económicos. Ahora nos consta que el coste de la deuda pública lo satisfacemos entre todos.

El 7 de febrero de 2012 el Financial Times ya dedicó un editorial a España, titulado «The pain in Spain». The Economist, en su número de julio y agosto de 2012, ha insistido en el juego fácil de ligar a España con el dolor, desprendiendo en su imagen de portada la «S» inicial, que cae sobre la cabeza de un toro, asociando a nuestro país de la forma más directa con el dolor: «pain».

Los juegos de palabras y las chanzas no han cesado, y, así, se ha incluido a España, despectivamente, entre los países PIIGS (acrónimo que aglutina a Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España –Spain–) o GIPSI (comprensivo de Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia), en contraposición a los sólidos y emergentes países BRIC (es decir, Brasil, Rusia, India y China) o EAGLEs (China, India, Brasil, Indonesia, Corea, Rusia, Turquía, México y Taiwán).

A los síntomas ya nos hemos referido anteriormente (elevado déficit público, deuda pública en aumento, altísima prima de riesgo y desorbitada e inasumible tasa de desempleo), aunque antes de dedicar algunas líneas al diagnóstico y tratamiento a aplicar al «enfermo», a su eventual restauración y a los posibles efectos adversos o secundarios del tratamiento administrado, parece precisa una somera referencia a su historial clínico.

España es un país viejo, pues los primeros sustratos que permiten indagar en su fisonomía nos harían retroceder unos 3.000 años. Ahora bien, siendo más realistas, podemos prescindir de tal profundidad, que poco nos aportaría a los fines que pretendemos, y fijar la fecha de nacimiento de este país, aproximadamente, en el año 1500, con la unión dinástica de Castilla y Aragón y la efectiva erección del Estado moderno, por lo que la senilidad y sus efectos deben excluirse, de antemano, de nuestro estudio, pues, por ejemplo, China es un país bastante más viejo y goza de una salud de hierro. Es normal que Alemania, que apenas tiene 100 años de existencia, sea tan potente y vigorosa, aunque Italia, de la misma edad que Alemania, tampoco tiene buena salud, lo cual no es de extrañar si consideramos que gran parte de su carga «genética» es de origen español (o a la inversa, tanto da).

Sin embargo, siendo España un país de mediana edad, como apuntamos en el párrafo anterior, muestra algunos síntomas de inestabilidad preocupante.

Su carácter inestable se desprende, entre otros motivos, de que no fue hasta 1868 cuando la peseta dejó de convivir con reales, doblones y escudos, entre otras monedas, convirtiéndose en la unidad oficial del sistema monetario español. Ya se sabe que la verdadera unión política requiere de una unión monetaria, lo demás son soluciones de compromiso poco consistentes.

Durante varios siglos la esencia territorial del país ha estado bien definida, pero su personalidad no se ha asentado hasta una edad tardía. Esta bipolaridad entre certeza territorial y falta de desarrollo del espíritu nacional, y síntomas de doble personalidad a  veces, ha sido fuente de complicaciones, y ha mostrado recientemente, en verano de 2012, algún episodio de importancia, con el propósito de cierta región mediterránea de emanciparse y contar con un Estado propio, a pesar de su aparente inviabilidad económica.

En los siglos iniciales de la Casa de los Austria, el cuerpo territorial de España, a través de la vía hereditaria y dinástica y del descubrimiento de territorios inexplorados, creció de forma desaforada en un breve lapso de tiempo. Este gigantismo causó graves problemas orgánicos y estructurales. Así, en un espíritu nacional en formación, se sembró la semilla, que aún parece no haber germinado del todo, de la grandeza, más ideal que real, de la nación española.

Otro trastorno importante de esta época fue el exceso de circulación en la cinta transportadora de los medios de pago, con el incesante aluvión de oro y plata procedente de las Indias, canalizado a través de la Casa de la Contratación de Sevilla, que tan bien fue diseccionada, con sus singulares gentes –mercaderes, banqueros, etc.– por la Escuela de Salamanca.

Pero para problemas de salud, los del último Austria, Carlos II, que, fallecido sin descendencia, abrió las puertas de la Monarquía hispana a los Borbones de Francia, quienes impusieron como rey a Felipe V, quien no escapó a algún que otro desorden mental.

Para 1713, con la firma del Tratado de Utrecht, las posesiones europeas de la Corona pasaron a ser historia: «el paciente» padeció importantes amputaciones.

Así las cosas, paulatinamente se fueron perdiendo las colonias de América y Asia, con el año negro de 1898 y la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. El «paciente» sufrió un severo cuadro de depresión, con pérdida de identidad incluida.

En este caldo de cultivo, con el «problema de España» a cuestas, surgen los «regeneracionistas», con la figura predominante de Joaquín Costa, quien apeló a la figura del «cirujano de hierro», esto es, a las élites, minoritarias por definición, que habían de suprimir las excrecencias sociales y políticas e intermediar entre la sociedad civil y la sociedad política para proceder a la renovación social española, liberando al cuerpo social de los males que le aquejaban. El éxito de este «cirujano» fue muy limitado.

Tras el desangramiento brutal que supuso la Guerra Civil, tras la fallida experiencia de la Segunda República y los cuarenta años de dictadura franquista, llegamos a la Transición, en la que, de forma ordenada y desde dentro, sin hemorragias externas, un régimen político legitimado por la razón de la fuerza, claramente beneficiado por la geopolítica y la coyuntura histórica, se vio sustituido por otro apoyado en la fuerza de la razón: así nació la actual España constitucional, democrática, autonómica y europea.

El saludable e inicial «delirio democrático», vino seguido de un hiperdesarrollo de la estructura estatal, que la burbuja inmobiliaria de los primeros años del nuevo milenio camufló, aflorando esta patología con toda su crudeza a partir de 2008.

Así, el súbito freno de la actividad económica ha parado en seco los flujos económicos y financieros, los cuales se han vuelto sumamente densos, cayendo en picado los ingresos públicos, lo que ha dado lugar al aludido déficit público y a la necesidad de las Administraciones Públicas de endeudarse para paliar la caída de ingresos. La elevación de la prima de riesgo es consecuencia de lo anterior. Y al producirse la destrucción del tejido industrial y comercial, se ha disparado el desempleo. El cuadro es desolador.

El «enfermo» carece de capacidad para, por sus propios medios, restaurar el equilibrio perdido, por lo que es necesario acudir a la ayuda que puedan prestar otros Estados de su entorno, que no es que gocen de un perfecto estado de salud, pero al menos sus patologías no son tan agudas. Además, de no asistir a España, el riesgo de contagio es demasiado evidente, a lo cual coadyuva sin duda la existencia de una moneda común, el euro.

Eso sí, como garantía, España se debe comprometer a tomar la medicina que determinen sus socios, pues no tendría sentido aconsejar un tratamiento, y financiarlo, sin el compromiso del «paciente» de cumplirlo a rajatabla.

El tratamiento y sus condicionantes se aplicarán, en primer lugar, al sector bancario español, que se habrá de sanear totalmente, mediante la inyección de hasta 100.000 millones de euros, y, sólo de ser necesario se atenderá, de forma directa, al Estado.

Hemos llegado, por tanto, al momento del tratamiento de choque.

Hay que aclarar que inicialmente, en los primeros años de la crisis, se trató de seguir la doctrina keynesiana de inyectar liquidez al sistema con el esfuerzo de los poderes públicos, para mantener viva la actividad económica y más o menos estables los torrentes sanguíneos de la liquidez, pero finalmente ha prevalecido la tesis, calificada como neoconservadora, en la línea del llamado «consenso de Washington», de ajustar el tamaño del aparato estatal, limitando al mínimo los desajustes anteriormente descritos de déficit y deuda pública, pues sólo así, se sostiene, podrá el «enfermo» dejar atrás los problemas que le aquejan y recuperar la salud.

Es evidente, como contrapartida, que el dolor que se habrá de soportar será notable, especialmente para los que pierdan sus puestos de trabajo en la etapa de transición de un modelo a otro, a la par que la anestesia que pueda prestar el sector público, vía subsidios, se irá agotando paulatinamente, quizá incluso con el «paciente» todavía sobre la camilla de operaciones.

Como decíamos, el tratamiento y sus condicionantes se contienen en el documento llamado «Memorando de entendimiento», formalizado por España y sus socios que le proveerán de liquidez, debiendo acometerse, además del saneamiento bancario, las siguientes reformas estructurales para acceder a la ayuda financiera:

1) Introducir un sistema tributario acorde con los esfuerzos de consolidación fiscal y más propicio para el crecimiento.

2) Reducir el sesgo inducido por la fiscalidad a favor del endeudamiento y la propiedad de vivienda.

3) Llevar a la práctica las reformas del mercado de trabajo.

4) Adoptar medidas complementarias para aumentar la eficacia de las políticas activas dirigidas al mercado de trabajo.

5) Adoptar medidas complementarias para la apertura de los servicios profesionales, reducir las demoras para obtener licencias y permisos para abrir nuevos negocios y erradicar los obstáculos a la actividad empresarial.

6) Completar la interconexión de las redes eléctricas y de gas con los países vecinos, y abordar el problema del déficit tarifario en la electricidad de forma global.

En conclusión, una vez aplicado el tratamiento, ya se limite al sector bancario español, como sería deseable, o se dirija de forma directa al Estado, cabe esperar que España se recupere de sus dolencias, aunque, como probable efecto secundario, el dolor puede aumentar considerablemente, como efecto no deseado e inherente al tratamiento. Esperemos, por el bien de todos, que el «paciente» tenga la fuerza suficiente como para superar las medidas y no se quede en el camino, así como que quede excluida la posibilidad de contagio, lo que llevaría a cada Estado, dada la magnitud del problema, a buscar soluciones unilaterales de corto alcance.

Eso sí, con estas medidas se solucionarán los problemas más materiales del «paciente», los económicos: los del alma no se solucionan solo con dinero.